Insana distancia | Luciano Spanó

Insana Distancia

Luciano Spanó

Sylvia Navarrete.

Como lo anticipó con sus paráfrasis manieristas que tiraban a la abstracción, ahora Luciano Spanó (Saluzzo, Italia, 1959) actualiza con arrojo otra práctica añeja. Hacia 1820, varios pintores naturalistas, entre ellos Corot y Millet, salen por primera vez a orillas del río Sena para captar el “motivo en vivo” y ejecutar bocetos cuya versión definitiva pulen en el taller. Esta Escuela de Barbizon es el antecedente de la pintura de plein air, que en 1860 revolucionaría la historia del arte al abrir el impresionismo el gran debate de la relación entre la técnica y el tema, y de la fusión de luz, forma y color. Spanó supera, en esta serie de cuadros de pequeño formato, la ambivalencia del ejercicio y la pieza conclusiva. Desde que arrancó nuestro milenio, se lanzó al campo morelense con un grupo de colegas (José Castro Leñero, Daniel Lezama, Ernesto Zeivy, Paul Birbil) que improvisaban vistas de las faldas de los volcanes apuntes de dos horas no retocados de regreso a casa. A finales de la década pasada, esta zona se volvió riesgosa: el gobierno excavaba los cerros para rellenar de tezontle la obra negra del aeropuerto de Texcoco, el corrillo encontró vestigios de pirámides en áreas reservadas de tiro militar, un día se toparon con un cadáver embolsado en plástico, otro los circundó un incendio disuasorio del que tuvieron que sacar el coche atravesando llamas de 10 metros de altura… Para Spanó la pintura siempre equivalió a temperamento, a gestualidad teatral. Había que ensuciar la retórica del paisaje al aire libre, darle el sablazo, “pintar cabrón” como lo haría un Siqueiros o un Karel Appel. Cual estoque al Covid-19 que ataca al género humano, a la naturaleza y a la economía del planeta, recluido en el taller durante la pandemia Spanó agredió sus panoramas agrestes con virulentos mojones de pigmentos sobrantes de la paleta que aventó sobre la tela, recubriendo inopinadamente partes de una vía de tren, un casco de hacienda, un macizo de cactus, la cima de una loma. Estos emplastes negros, blancos, o de naranja untado con rojo y amarillo, de azul cerúleo con verde limón, en los que quedan atrapados un insecto, una espátula, medio pincel, un mini recorte de periódico, y que sesgan escurrimientos de barnicetas transparentes, incorporan el accidente a la composición subyacente de perspectiva y atmósfera sosegadas. Envalentonadas, las texturas excretan densidad de materia y se licúan para poner de relieve, con llameante impacto, lo “incorrecto”, lo “inapropiado” de semejante catarsis. Otras intervenciones, que tergiversan un conjunto de desnudos femeninos, transmiten la idea de degradación física y psíquica ante la emergencia sanitaria. ¿Qué sentido tiene hacer una pintura sin sentido?, se pregunta Luciano Spanó. Romper escalas, desbancar la complacencia del mercado, provocar tensión en quien la mira y, al cabo, volcar un sentimiento íntimo ante las adversidades e incoherencias de la vida misma.